En Trumpington, no
lejos de Cambridge,
serpentea un arroyo cruzado por un puente. A una
ribera de esta corriente se yergue un molino en donde y os estoy contando la
verdad- vivió un molinero durante muchos años. Era orgulloso y pagado de sí
mismo como un pavo real; sabía tocar la gaita, cazar, pescar, remendar las
redes, fabricar cazos de madera en un torno y luchar cuerpo a cuerpo. Colgado
del cinto llevaba siempre un largo alfanje de hoja muy afilada, y en su
faltriquera guardaba un puñal pequeño, muy bonito, que era un peligro para el
que se le acercaba. Además, en sus calzas llevaba oculto un largo puñal de Sheffield. Calvo como el trasero de una mona y con una cara redonda de perro
pachón, era la perfecta figura de un matasiete de mercado.
Nadie se atrevía a ponerle un
solo dedo encima, pues había jurado que el que se atreviera lo pagaría muy
caro. Era, a decir verdad, un bribón muy taimado. Solía robar trigo y harina.
Se le apodaba Fanfarrón
Simkin. Tenía
esposa de muy buena familia: su padre era el sacerdote de la ciudad, quien para
conseguir que Simkin la aceptase había tenido que darle una importante dote.
La mujer había sido educada en un colegio de monjas, lo que para Simkin tenía
gran importancia,
pues, con el fin de mantener su posición de pequeño terrateniente, dijo que no
tomaría esposa, a menos que ésta estuviera bien educada y fuera virgen. La
mujer era orgullosa y lista como una urraca.
Era
un espectáculo ver a esta pareja en domingo: él la precedía por la calle con
la cabeza cubierta por una caperuza; ella le seguía, con un vestido de color
rojo, que hacía juego con las medias de él. Nadie osaba llamarla o dirigírsele
sin decirle «Señora», ni a piropearla por la calle, a menos que desease que
Simkin le degollara con alfanje, cuchillo o daga (los celosos siempre han sido
sujetos peligrosos o, por lo menos, esto es lo que pretenden que sus esposas
crean). Como que su reputación no era muy clara, la mujer mantenía la gente a
distancia (el agua de las acequias hace lo mismo) con altivo desdén. Creía que
se le debía respeto, tanto por la familia de la que procedía como por haber
sido educada en un colegio de monjas.
Esta
pareja había traído al mundo una hija, que frisaba los veinte años; hijo, sólo
habían tenido un arrapiezo que todavía estaba en la cuna, pues contaba seis
meses. La muchacha estaba bien desarrollada y era algo llenita; tenía una nariz
respingona, ojos grises, anchas nalgas, pechos empinados y redondos, y debo
reconocer que su cabello era muy hermoso. Como era tan bonita, el sacerdote de
la ciudad pensaba nombrarla heredera de la casa y sus tierras y ponía dificultades
a que se casara, puesto que quería que hiciera un buen matrimonio con alguien
que perteneciese a una digna familia de rancio abolengo. Las riquezas de la
Santa Madre Iglesia debían caer en manos de alguien cuya sangre procedía de
ella, por lo que él tenía intención de honrar la sangre divina, aunque para
ello tuviera que devorar a la Santa Madre Iglesia.
Por
cierto, que mucha gente acudía a él con el trigo y la cebada de toda la
comarca circundante. En particular, había un gran colegio en Cambridge llamado
King's Hall, cuyo trigo y cebada molía. Un día sucedió que
su administrador cayó enfermo y pareció que iba a morir sin remedio. A consecuencia
de ello, el molinero empezó a robar cien veces más harina y trigo que antes.
Hasta entonces él se había contentado con una mesurada expoliación, pero ahora
era ya un ladrón a la descarada. El director se encolerizó y armó un zipizape,
pero el molinero no cedió ni un ápice; profirió amenazas y negó la acusación
en redondo.
Ahora
bien, en el colegio del que hablo había dos jóvenes estudiantes, unos tipos
testarudos dispuestos a todo. Simplemente por deseo aventurero, solicitaron
del director permiso para ir a ver moler el grano del colegio. Estaban
dispuestos a jugarse el cuello a que el molinero no conseguiría robarles, por
la fuerza o por fraude, ni media espuerta de trigo. Al final, el director cedió
y les dio permiso. Uno de ellos se llamaba Juan; el otro, Alano. Ambos habían nacido en la misma ciudad, un
lugar llamado Strotherl,
situado muy al norte del país.
Alano cogió todas sus pertenencias y
cargó un saco de grano sobre el caballo. Luego, Juan y Alano partieron, cada uno con su buena espada y broquel al cinto. No
necesitaron guía, pues Juan conocía el camino. Cuando hubieron llegado al
molino, echaron el saco de grano al suelo.
Alano habló
en primer lugar:
-¡Ah
de la casa! Hola, Simón. ¿Cómo están tu esposa y tu chica?
-Bienvenido,
Alano -dijo Simkin-. ¡Por mi vida!
¡Si está aquí Juan también! ¿Cómo os van las cosas? ¿Qué os trae por aquí?
-¡Vive
Dios! Nos trae, Simón, la necesidad, que no conoce leyes -dijo Juan-. «Si no
tienes sirviente, cuídate a ti mismo o eres un imbécil», como dicen los sabios.
Nuestro administrador esta a punto de morir de dolor de muelas, y por eso he
venido con Alano a que tritures nuestro grano
para luego llevárnoslo a casa. Espero que te des prisa en despacharnos.
-Ahora
mismo lo haré; confiad en mí -dijo Simkin-. Pero ¿qué haréis mientras estoy
trabajando?
-Yo
me situaré junto a la tolva -le replicó Alano- y
miraré cómo entra el grano. En mi vida he visto funcionar esta tolva tuya.
-Hazlo,
Juan -repuso Alano-. Yo me pondré debajo para ver
cómo la harina cae en esa artesa. Creo que lo haré bien, puesto que tú y yo
somos tan parecidos, Juan. Soy tan mal molinero como tú.
El
molinero sonrió para sí y pensó: «Esto es sólo una argucia: creen que nadie
puede burlarles; pero, a pesar de su inteligencia y filosofia, a fe de molinero que lograré engañarles.
Cuanto más inteligentes sean los trucos que utilicen, más les robaré al final.
Incluso llegaré a darles salvado por harina. Como le dijo la yegua al lobo, “los
que más saben no son los más listos”. Me río yo de todo lo que han aprendido en
los libros.»
Cuando
tuvo ocasión, se deslizó silenciosamente por la puerta y buscó el caballo de
los estudiantes hasta que lo halló atado a un espeso arbusto detrás del molino.
Se dirigió decididamente hacia la montura y le quitó la brida. Una vez suelto
el animal, caminó hacia el pantano en donde había unas yeguas salvajes en
libertad, y dando un relincho las persiguió a campo través.
El
molinero regresó y no dijo una palabra; prosiguió con su trabajo haciendo broma
con los dos estudiantes hasta que todo el grano estuvo totalmente molido. Pero
cuando la harina estuvo en el saco y Juan salió y descubrió que el
caballo no estaba gritó:
-¡Socorro!
¡Socorro! El caballo se ha escapado. Por el amor de Dios, Alano, muévete. Sal enseguida, hombre. Se nos ha extraviado el palafrén del
director.
Alano se olvido de la harina, del trigo y de todo. La necesidad
de no quitar ojo de encima de las cosas se esfumó como por encanto.
-¿Cómo?
¿A dónde ha ido? -gritó.
La
mujer del molinero entró corriendo y dijo:
-¡Ay!
Vuestro caballo se ha ido con las yeguas salvajes del pantano, galopando tan
deprisa como podía. La mano que lo ató era inexperta. Debiste haber hecho un
nudo mejor con las riendas.
-¡Ay!
-exclamó Juan-. Alano,
desenvaina la espada;
yo haré lo mismo. Dios sabe que no valgo más que un corzo, pero, ¡vive Dios!,
no se escapará a nosotros dos. ¿Por qué no lo pusiste en ese establo? ¡El
diablo te lleve, Alano;
eres un imbécil!
Y
los dos simples salieron corriendo lo más rápidamente posible hacia el pantano.
Cuando el molinero observó que se habían ido, tomó dos arrobas de su harina y
le dijo a su mujer que con ella hiciese un pastel.
-Te
aseguro que voy a dar un susto a esos estudiantes -le espetó-. Un molinero
puede chamuscar la barba de un estudiante, a pesar de los libros que hayan
leído. Déjales que corran. Contémplales y ve cómo se van. ¡Que jueguen los
niños! ¡No van a recuperarlo fácilmente, por mis barbas!
Los
pobres estudiantes corrían de acá para allá gritando: -¡Ojo! ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!
¡Ahí! ¡Vigila por detrás! Tú le silbas y yo le agarro.
En
pocas palabras, por mucho que lo intentaron, el caballo corría tanto, que no
pudieron cogerlo hasta que al anochecer lo acorralaron en una zanja.
Los
pobres Juan y Alano regresaron sudados y cansados
como el ganado bajo la lluvia. Decía Juan:
-¡Ojalá
no hubiera nacido! Hemos sido burlados. Se ha reído de nosotros. Ha robado
nuestro grano, y todos nos llamarán tontos: el director, nuestros compañeros
y, lo que es peor, también el molinero.
Así
refunfuñaba Juan al caminar hacia el molino llevando a su bayardo de la rienda.
Encontraron al molinero sentado junto al fuego. Como era de noche y no podían
ir a ningún otro sitio, le rogaron al molinero que, por amor de Dios, les diese
comida y albergue a cambio de dinero.
Profirió
el molinero:
-Si
hay sitio, tendréis vuestra parte; pero ocurre que mi casa es muy pequeña.
Ahora bien, como vosotros habéis estudiado, sabréis cómo arreglároslas para
convertir un espacio de veinte pies de anchura en una milla. Ahora, veamos si
el espacio os conviene. Siempre lo podréis hacer mayor hablando, que es como
arregláis las cosas los que sois sabios.
-Oye,
Simón -dijo Juan-, aquí nos tienes cogidos. Por San Cuzberto, cómo te burlas de nosotros. Pero muy
bien dice el proverbio: «Un hombre solamente podrá tener una de estas dos
cosas: o lo que encuentra o lo que trae.» Buen hombre, por favor, acógenos y
danos comida y bebida, que te pagaremos a tocateja. No puedes cazar un halcón
con las manos vacías. Mira; aquí están nuestras monedas, listas para gastar.
El
molinero les asó una oca y mandó a su hija a la ciudad a por pan y cerveza; ató
su caballo para que no se soltara de nuevo y les preparó una buena cama con
sábanas y mantas en su propia habitación, a menos de doce pies de su propio
lecho.
Allí
cerca, en el mismo aposento, su hija tenía una cama para ella sola. Era aquél
el mejor lugar que podían tener, por la simple razón de que no había ningún
otro más en la casa donde dormir. Cenaron, charlaron, hicieron jolgorio y bebieron
toda la cerveza que les vino en gana, hasta que hacia la medianoche se
acostaron.
El
molinero se había embriagado a fondo, pero la bebida no le había hecho subir
los colores, sino más bien estaba pálido; le sacudía el hipo y hablaba por la
nariz como si tuviera asma o un resfriado de cabeza. Se acostó junto con su mujer;
ella estaba alegre como un grajo, pues también se había remojado el gaznate. La
cuna estaba al pie de la cama para poder mecer al niño o darle de mamar. Cuando
hubieron terminado la jarra, la hija se fue directamente al lecho, seguida de Alano y Juan. No quedó ni una gota de vino, y no tuvieron
necesidad de ninguna poción para dormir. El molinero la había cogido de
órdago, pues roncó como un caballo mientras dormía, dando ruidosos graznidos
después de cada ronquido; pronto su mujer le acompañó en el coro, metiendo más
ruido que él, si cabe. Se les podía oír roncar a medio kilómetro de distancia.
Para no dejarles solos, la hija también roncaba a placer.
Después
de escuchar esta sonora melodía, Alano dio
un codazo a Juan y le dijo:
-¿Estás dormido? ¿Oíste alguna
vez graznidos semejantes? ¡Vaya concierto! Así les dé sarna. Es la cosa más
horrible que he escuchado jamás. Y esto va de mal en peor. Ya veo que no pegaré
ojo en lo que queda de noche; pero no importa, todo será para bien, pues te
aseguro, Juan, que intentaré trabajarme esa chica si puedo. La ley nos permite
alguna compensación, Juan, pues hay una ley que dice que si un hombre es
perjudicado de alguna forma, debe ser compensado de otra. No hay quien niegue
que nos robaron el grano. Hemos tenido mala suerte todo el día; pero como sea
que no da satisfacción por la pérdida que he tenido, me tomaré la compensación.
¡Por Dios que va a ser así!
-Mira lo que haces, Alano -repuso
Juan-. Ese molinero es un tipo de cuidado, y si despierta de repente, puede
darnos un disgusto.
-Una pulga me da mas miedo que
él -repuso Alano, quien se levantó y se deslizó hasta donde se hallaba la chica, que
estaba profundamente dormida panza arriba, pero cuando lo vio, estaba tan
cerca que era ya tarde para gritar. En otras palabras, que pronto llegaron a un
acuerdo. Pero dejemos a Alano
divirtiéndose y hablemos de Juan.
Juan se quedó donde estaba unos
cuantos minutos y empezó a lamentarse.
-¡No le veo la diversión! -se
dijo-. Solamente puedo decir que me han tomado el pelo a fondo sin que, como mi
compañero, obtenga algo a cambio. El, por lo menos, tiene a la hija del
molinero en sus brazos. Ha probado fortuna y le ha salido bien, mientras yo
sigo aquí acostado como un saco de patatas. Y cuando se cuente esta aventura
algún día, parecerá que he estado haciendo el imbécil. Me acercaré a tomar
fortuna y ¡que pase lo que Dios quiera!, como suele decirse.
Por lo que se levantó y, sin
hacer ruido, se acercó a la cuna, la cogió y sigilosamente la llevó al pie de
su propia cama. Poco después, la mujer del molinero dejó de roncar y se
despertó. Se fue a orinar, regresó y no encontró la cuna. En la oscuridad buscó
a tientas aquí y allá, pero no la pudo localizar. «¡Dios mío! -pensó-. Por
poco me equivoco y me meto en la cama de los estudiantes. Dios me proteja, pues
me habría encontrado con un buen lío.»
Y siguió buscando hasta que
localizó la cuna.
Entonces siguió tocando los
objetos con las manos a tientas hasta que encontró la cama, pensando que era
la suya, pues la cuna estaba junto a ella. No sabiendo exactamente dónde
estaba, se introdujo en el lecho del estudiante. Se quedó quieta y se hubiese
dormido si Juan, cobrando vida, no se hubiera echado encima de la buena mujer.
Ésta pasó el mejor rato que había gozado en años, pues él la trajinó como un
loco, entrando a por uvas con fuerza. Así fue cómo los dos estudiantes lo
pasaron tan ricamente hasta bien avanzado el alba.
Por la mañana, Alano empezó a
cansarse de tanto trabajo nocturno y susurró:
Adiós, dulce Molly; ya llega el
día; no me puedo quedar más. Pero, por mi vida, que mientras viva y respire
seré tu hombre, dondequiera que esté.
-Entonces ve, cariño, y adiós
-dijo ella-; pero te diré una cosa antes de irte: cuando os marchéis a casa, al
pasar frente al molino, detrás de la puerta, encontraréis un pastel hecho con
dos arrobas de vuestra harina, que ayudé a mi padre a robar. ¡Que Dios te
bendiga y te proteja, cariño!
Y al decir esto casi se puso a
llorar.
Alano se levantó y pensó: «Me deslizaré dentro de la cama de mi amigo
antes de que rompa el día.» Pero su mano tropezó con la cuna y pensó: «Dios
mío, sí que estoy errado. Mi cabeza me da vueltas después del trabajo de esta
noche, y por esto no sé caminar recto. Por la cuna, veo que me he equivocado de
ruta. Aquí duermen el molinero y su mujer.»
Así quiso el diablo que el
estudiante se metiera en la cama en la que dormía el molinero. Pensando que se
metía al lado de su amigo Juan, se colocó al lado del molinero, le echó el
brazo alrededor del cuello y dijo en voz baja:
-Tú, Juan, imbécil, despierta,
por Dios, y escucha, ¡por Santiago! Esta noche he jodido a la hija del molinero
tres veces, mientras tú has estado aquí hecho un flan, temblando de frío.
-¿Qué has hecho, bandido? -gritó
el molinero-. ¡Por Dios que voy a matarte, mequetrefe, traidor! ¿Cómo te atreves
a deshonrar a mi hija, ella que es de cuna tan noble?
Y agarró a Alano por la nuez, quien
a su vez se revolvió y le dio un puñetazo en la nariz. Un chorro de sangre le
bajó por el pecho, y los dos se revolcaron por el suelo como dos cerdos en la
pocilga, sangrando por la boca y la nariz, y se atizaron de lo lindo hasta que
el molinero tropezó con una piedra y cayó de espaldas sobre su mujer, que no
se había enterado de esta tonta pelea. Acababa de dormirse en los brazos de
Juan, que la había retenido toda la noche, pero la caída la despertó
sobresaltándola.
-¡Socorro, Santa Cruz de
Bromeholme!-exclamó-. A tus manos me encomiendo, señor.
¡Despierta, Simón! Tengo un diablo encima. Mi corazón
estalla. ¡Ayúdame, que me muero! Tengo a alguien sobre mi estómago y sobre mi
cabeza. ¡Ayúdame, Simkin! Estos malditos muchachos están peleándose.
Juan saltó de la cama lo más
deprisa posible que pudo y, a tientas, buscó un palo por la pared. La mujer del
molinero se levantó también y, conociendo la habitación mejor que Juan, pronto
encontró uno apoyado junto a la pared. Por la débil luz que daba la
resplandeciente luna al filtrarse por la rendija de la puerta distinguió a la
pareja que estaba luchando, pero sin poder saber quién era quién, hasta que su
vista distinguió algo blanco. Suponiendo que eso blanco era el gorro de dormir
de uno de los estudiantes, se acercó con el palo con la intención de darle un
buen estacazo a Alano, pero le dio a su marido en plena calva, que cayó al suelo dando
voces.
-¡Socorro, me han matado!
Los estudiantes le dieron una
buena paliza y le dejaron tendido en el suelo. Entonces se vistieron,
recogieron su caballo y la harina y se fueron, no sin antes detenerse en el
molino para recobrar el pastel hecho con sus dos arrobas de harina.
De esta manera el fanfarrón
molinero recibió una buena paliza, perdió su paga por moler el grano y tuvo que
apoquinar todo lo que había costado la cena de Alano y Juan y acabó
cornudo y apaleado. Le jodieron a la mujer y a la hija. Este es el pago que
recibió por ser molinero y ladrón. Ya dice bien el proverbio: «Quien a hierro
mata, a hierro muere.» Los timadores, al final, acaban siendo ellos mismos
timados. Y Dios, que se halla con toda su majestad en la gloria, bendiga a
todos los que me han escuchado. Así he correspondido yo al molinero con mi
cuento.
AQUÍ TERMINA EL CUENTO
DEL ADMINISTRADOR
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