EL CUENTO DEL COCINERO


Una vez vivía un aprendiz en nuestra ciudad que tra­bajaba en un comercio de comestibles. Era más ale­gre que un jilguero suelto por el bosque. Era un mu­chachote guapo, pero algo bajito, muy moreno y llevaba su pelo negro elegantemente peinado.

Bailaba tan bien y tan animadamente, que le apodaban Ja­ranero Perkin. Toda chica que se juntaba a él tenía suerte, pues él estaba lleno de amor y lascivia como una colmena de miel.

Bailaba y cantaba en todas las bodas y le tenía más afición a la taberna que a la tienda, pues siempre que había una pro­cesión por Cheapside salía disparado de la tienda tras ella y no regresaba hasta que había bailado lo suyo y había visto todo lo que había que ver. Alrededor suyo reunió a una ban­da de tipos como él, para bailar, cantar y divertirse. Se reunía en una calle o en otra para jugar a los dados; pues no había ningún aprendiz en la ciudad que echase los dados mejor que Perkin. Además, de hurtadillas, era un derrochador. Esto lo descubrió su amo a sus expensas, pues muchas veces se encontró con el cajón del dinero vacío. Podéis estar segu­ros que cuando un aprendiz lo pasa tan bien echando los da­dos, jugando y con mujeres, es el dueño de la tienda el que lo paga con sus caudales, aunque no comparta el jolgorio.
 
Aunque le regañaban noche y día y algunas veces era lleva­do a bombo y platillo a la cárcel de Newgate, el alegre apren­diz permaneció con su dueño, hasta que casi terminó su aprendizaje. Pero un día, el dueño, revisando su contrato de aprendizaje, se acordó del proverbio que reza: «Más vale arrojar la manzana podrida que dejarla que pudra a las de­más.» Lo mismo ocurre con el criado protestón: es mejor de­jarle marchar que permitirle que estropee a los demás criados de la casa. De modo que el dueño le dejó libre y le ordenó que se marchara, con maldiciones sobre su cabeza. Así fue cómo el alegre aprendiz consiguió su libertad. Ahora podría hacer jarana toda la noche, si así le apetecía. Pero, como sea que no hay ladrón que no tenga un compinche que le empu­je a saquear y estafar al que ha robado o estrujado, Perkin in­mediatamente envió su cama y el resto de su ajuar a casa de un compañero inseparable que era tan aficionado a los da­dos, al jolgorio y a la disipación como él. La esposa de este amigo inseparable tenía una tienda para cubrir las aparien­cias, pero se ganaba la vida traficando con su cuerpo.

 (Chaucer dejó este cuento sin concluir.)

EL CUENTO DEL ADMINISTRADOR


En Trumpington, no lejos de Cambridge, serpentea un arroyo cruzado por un puente. A una ribera de esta corriente se yergue un molino en donde y os estoy contando la verdad- vivió un molinero durante muchos años. Era orgulloso y pagado de sí mismo como un pavo real; sabía tocar la gaita, cazar, pescar, remendar las redes, fa­bricar cazos de madera en un torno y luchar cuerpo a cuer­po. Colgado del cinto llevaba siempre un largo alfanje de hoja muy afilada, y en su faltriquera guardaba un puñal pe­queño, muy bonito, que era un peligro para el que se le acer­caba. Además, en sus calzas llevaba oculto un largo puñal de Sheffield. Calvo como el trasero de una mona y con una cara redonda de perro pachón, era la perfecta figura de un mata­siete de mercado.

Nadie se atrevía a ponerle un solo dedo encima, pues ha­bía jurado que el que se atreviera lo pagaría muy caro. Era, a decir verdad, un bribón muy taimado. Solía robar trigo y ha­rina. Se le apodaba Fanfarrón Simkin. Tenía esposa de muy buena familia: su padre era el sacerdote de la ciudad, quien para conseguir que Simkin la aceptase había tenido que dar­le una importante dote. La mujer había sido educada en un colegio de monjas, lo que para Simkin tenía gran importan­cia, pues, con el fin de mantener su posición de pequeño te­rrateniente, dijo que no tomaría esposa, a menos que ésta es­tuviera bien educada y fuera virgen. La mujer era orgullosa y lista como una urraca.

Era un espectáculo ver a esta pareja en domingo: él la pre­cedía por la calle con la cabeza cubierta por una caperuza; ella le seguía, con un vestido de color rojo, que hacía juego con las medias de él. Nadie osaba llamarla o dirigírsele sin decirle «Señora», ni a piropearla por la calle, a menos que de­sease que Simkin le degollara con alfanje, cuchillo o daga (los celosos siempre han sido sujetos peligrosos o, por lo menos, esto es lo que pretenden que sus esposas crean). Como que su reputación no era muy clara, la mujer mantenía la gente a distancia (el agua de las acequias hace lo mismo) con altivo desdén. Creía que se le debía respeto, tanto por la familia de la que procedía como por haber sido educada en un colegio de monjas.

Esta pareja había traído al mundo una hija, que frisaba los veinte años; hijo, sólo habían tenido un arrapiezo que toda­vía estaba en la cuna, pues contaba seis meses. La muchacha estaba bien desarrollada y era algo llenita; tenía una nariz respingona, ojos grises, anchas nalgas, pechos empinados y redondos, y debo reconocer que su cabello era muy hermo­so. Como era tan bonita, el sacerdote de la ciudad pensaba nombrarla heredera de la casa y sus tierras y ponía dificulta­des a que se casara, puesto que quería que hiciera un buen matrimonio con alguien que perteneciese a una digna fami­lia de rancio abolengo. Las riquezas de la Santa Madre Igle­sia debían caer en manos de alguien cuya sangre procedía de ella, por lo que él tenía intención de honrar la sangre divi­na, aunque para ello tuviera que devorar a la Santa Madre Iglesia.

Por cierto, que mucha gente acudía a él con el trigo y la ce­bada de toda la comarca circundante. En particular, había un gran colegio en Cambridge llamado King's Hall, cuyo tri­go y cebada molía. Un día sucedió que su administrador cayó enfermo y pareció que iba a morir sin remedio. A con­secuencia de ello, el molinero empezó a robar cien veces más harina y trigo que antes. Hasta entonces él se había conten­tado con una mesurada expoliación, pero ahora era ya un la­drón a la descarada. El director se encolerizó y armó un zipi­zape, pero el molinero no cedió ni un ápice; profirió amena­zas y negó la acusación en redondo.

Ahora bien, en el colegio del que hablo había dos jóvenes estudiantes, unos tipos testarudos dispuestos a todo. Simple­mente por deseo aventurero, solicitaron del director permiso para ir a ver moler el grano del colegio. Estaban dispuestos a jugarse el cuello a que el molinero no conseguiría robarles, por la fuerza o por fraude, ni media espuerta de trigo. Al final, el director cedió y les dio permiso. Uno de ellos se llama­ba Juan; el otro, Alano. Ambos habían nacido en la misma ciudad, un lugar llamado Strotherl, situado muy al norte del país.

Alano cogió todas sus pertenencias y cargó un saco de gra­no sobre el caballo. Luego, Juan y Alano partieron, cada uno con su buena espada y broquel al cinto. No necesitaron guía, pues Juan conocía el camino. Cuando hubieron llegado al molino, echaron el saco de grano al suelo.

Alano habló en primer lugar:

-¡Ah de la casa! Hola, Simón. ¿Cómo están tu esposa y tu chica?

-Bienvenido, Alano -dijo Simkin-. ¡Por mi vida! ¡Si está aquí Juan también! ¿Cómo os van las cosas? ¿Qué os trae por aquí?

-¡Vive Dios! Nos trae, Simón, la necesidad, que no cono­ce leyes -dijo Juan-. «Si no tienes sirviente, cuídate a ti mismo o eres un imbécil», como dicen los sabios. Nuestro administrador esta a punto de morir de dolor de muelas, y por eso he venido con Alano a que tritures nuestro grano para luego llevárnoslo a casa. Espero que te des prisa en des­pacharnos.

-Ahora mismo lo haré; confiad en mí -dijo Simkin-. Pero ¿qué haréis mientras estoy trabajando?

-Yo me situaré junto a la tolva -le replicó Alano- y mi­raré cómo entra el grano. En mi vida he visto funcionar esta tolva tuya.

-Hazlo, Juan -repuso Alano-. Yo me pondré debajo para ver cómo la harina cae en esa artesa. Creo que lo haré bien, puesto que tú y yo somos tan parecidos, Juan. Soy tan mal molinero como tú.

El molinero sonrió para sí y pensó: «Esto es sólo una argu­cia: creen que nadie puede burlarles; pero, a pesar de su inte­ligencia y filosofia, a fe de molinero que lograré engañarles. Cuanto más inteligentes sean los trucos que utilicen, más les robaré al final. Incluso llegaré a darles salvado por harina. Como le dijo la yegua al lobo, “los que más saben no son los más listos”. Me río yo de todo lo que han aprendido en los li­bros.»

Cuando tuvo ocasión, se deslizó silenciosamente por la puerta y buscó el caballo de los estudiantes hasta que lo ha­lló atado a un espeso arbusto detrás del molino. Se dirigió decididamente hacia la montura y le quitó la brida. Una vez suelto el animal, caminó hacia el pantano en donde había unas yeguas salvajes en libertad, y dando un relincho las per­siguió a campo través.

El molinero regresó y no dijo una palabra; prosiguió con su trabajo haciendo broma con los dos estudiantes hasta que todo el grano estuvo totalmente molido. Pero cuando la ha­rina estuvo en el saco y Juan salió y descubrió que el caballo no estaba gritó:

-¡Socorro! ¡Socorro! El caballo se ha escapado. Por el amor de Dios, Alano, muévete. Sal enseguida, hombre. Se nos ha extraviado el palafrén del director.

Alano se olvido de la harina, del trigo y de todo. La nece­sidad de no quitar ojo de encima de las cosas se esfumó como por encanto.

-¿Cómo? ¿A dónde ha ido? -gritó.

La mujer del molinero entró corriendo y dijo:

-¡Ay! Vuestro caballo se ha ido con las yeguas salvajes del pantano, galopando tan deprisa como podía. La mano que lo ató era inexperta. Debiste haber hecho un nudo mejor con las riendas.

-¡Ay! -exclamó Juan-. Alano, desenvaina la espada; yo haré lo mismo. Dios sabe que no valgo más que un cor­zo, pero, ¡vive Dios!, no se escapará a nosotros dos. ¿Por qué no lo pusiste en ese establo? ¡El diablo te lleve, Alano; eres un imbécil!

Y los dos simples salieron corriendo lo más rápidamente posible hacia el pantano. Cuando el molinero observó que se habían ido, tomó dos arrobas de su harina y le dijo a su mujer que con ella hiciese un pastel.

-Te aseguro que voy a dar un susto a esos estudiantes -le espetó-. Un molinero puede chamuscar la barba de un estudiante, a pesar de los libros que hayan leído. Déja­les que corran. Contémplales y ve cómo se van. ¡Que jue­guen los niños! ¡No van a recuperarlo fácilmente, por mis barbas!

Los pobres estudiantes corrían de acá para allá gritando: -¡Ojo! ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¡Ahí! ¡Vigila por detrás! Tú le silbas y yo le agarro.

En pocas palabras, por mucho que lo intentaron, el caba­llo corría tanto, que no pudieron cogerlo hasta que al ano­checer lo acorralaron en una zanja.

Los pobres Juan y Alano regresaron sudados y cansados como el ganado bajo la lluvia. Decía Juan:

-¡Ojalá no hubiera nacido! Hemos sido burlados. Se ha reído de nosotros. Ha robado nuestro grano, y todos nos lla­marán tontos: el director, nuestros compañeros y, lo que es peor, también el molinero.

Así refunfuñaba Juan al caminar hacia el molino llevando a su bayardo de la rienda. Encontraron al molinero sentado junto al fuego. Como era de noche y no podían ir a ningún otro sitio, le rogaron al molinero que, por amor de Dios, les diese comida y albergue a cambio de dinero.

Profirió el molinero:

-Si hay sitio, tendréis vuestra parte; pero ocurre que mi casa es muy pequeña. Ahora bien, como vosotros habéis es­tudiado, sabréis cómo arreglároslas para convertir un espacio de veinte pies de anchura en una milla. Ahora, veamos si el espacio os conviene. Siempre lo podréis hacer mayor hablan­do, que es como arregláis las cosas los que sois sabios.

-Oye, Simón -dijo Juan-, aquí nos tienes cogidos. Por San Cuzberto, cómo te burlas de nosotros. Pero muy bien dice el proverbio: «Un hombre solamente podrá tener una de estas dos cosas: o lo que encuentra o lo que trae.» Buen hombre, por favor, acógenos y danos comida y bebida, que te pagaremos a tocateja. No puedes cazar un halcón con las manos vacías. Mira; aquí están nuestras monedas, listas para gastar.

El molinero les asó una oca y mandó a su hija a la ciudad a por pan y cerveza; ató su caballo para que no se soltara de nuevo y les preparó una buena cama con sábanas y mantas en su propia habitación, a menos de doce pies de su propio lecho.

Allí cerca, en el mismo aposento, su hija tenía una cama para ella sola. Era aquél el mejor lugar que podían tener, por la simple razón de que no había ningún otro más en la casa donde dormir. Cenaron, charlaron, hicieron jolgorio y bebie­ron toda la cerveza que les vino en gana, hasta que hacia la medianoche se acostaron.

El molinero se había embriagado a fondo, pero la bebida no le había hecho subir los colores, sino más bien estaba pá­lido; le sacudía el hipo y hablaba por la nariz como si tuvie­ra asma o un resfriado de cabeza. Se acostó junto con su mu­jer; ella estaba alegre como un grajo, pues también se había remojado el gaznate. La cuna estaba al pie de la cama para poder mecer al niño o darle de mamar. Cuando hubieron terminado la jarra, la hija se fue directamente al lecho, segui­da de Alano y Juan. No quedó ni una gota de vino, y no tu­vieron necesidad de ninguna poción para dormir. El moline­ro la había cogido de órdago, pues roncó como un caballo mientras dormía, dando ruidosos graznidos después de cada ronquido; pronto su mujer le acompañó en el coro, metien­do más ruido que él, si cabe. Se les podía oír roncar a medio kilómetro de distancia. Para no dejarles solos, la hija también roncaba a placer.

Después de escuchar esta sonora melodía, Alano dio un codazo a Juan y le dijo:

-¿Estás dormido? ¿Oíste alguna vez graznidos semejan­tes? ¡Vaya concierto! Así les dé sarna. Es la cosa más horrible que he escuchado jamás. Y esto va de mal en peor. Ya veo que no pegaré ojo en lo que queda de noche; pero no impor­ta, todo será para bien, pues te aseguro, Juan, que intentaré trabajarme esa chica si puedo. La ley nos permite alguna compensación, Juan, pues hay una ley que dice que si un hombre es perjudicado de alguna forma, debe ser compensa­do de otra. No hay quien niegue que nos robaron el grano. Hemos tenido mala suerte todo el día; pero como sea que no da satisfacción por la pérdida que he tenido, me tomaré la compensación. ¡Por Dios que va a ser así!

-Mira lo que haces, Alano -repuso Juan-. Ese moline­ro es un tipo de cuidado, y si despierta de repente, puede dar­nos un disgusto.

-Una pulga me da mas miedo que él -repuso Alano, quien se levantó y se deslizó hasta donde se hallaba la chica, que estaba profundamente dormida panza arriba, pero cuan­do lo vio, estaba tan cerca que era ya tarde para gritar. En otras palabras, que pronto llegaron a un acuerdo. Pero deje­mos a Alano divirtiéndose y hablemos de Juan.

Juan se quedó donde estaba unos cuantos minutos y em­pezó a lamentarse.

-¡No le veo la diversión! -se dijo-. Solamente puedo decir que me han tomado el pelo a fondo sin que, como mi compañero, obtenga algo a cambio. El, por lo menos, tiene a la hija del molinero en sus brazos. Ha probado fortuna y le ha salido bien, mientras yo sigo aquí acostado como un saco de patatas. Y cuando se cuente esta aventura algún día, parecerá que he estado haciendo el imbécil. Me acercaré a tomar fortuna y ¡que pase lo que Dios quiera!, como suele decirse.

Por lo que se levantó y, sin hacer ruido, se acercó a la cuna, la cogió y sigilosamente la llevó al pie de su propia cama. Poco después, la mujer del molinero dejó de roncar y se despertó. Se fue a orinar, regresó y no encontró la cuna. En la oscuridad buscó a tientas aquí y allá, pero no la pudo lo­calizar. «¡Dios mío! -pensó-. Por poco me equivoco y me meto en la cama de los estudiantes. Dios me proteja, pues me habría encontrado con un buen lío.»

Y siguió buscando hasta que localizó la cuna.

Entonces siguió tocando los objetos con las manos a tien­tas hasta que encontró la cama, pensando que era la suya, pues la cuna estaba junto a ella. No sabiendo exactamente dónde estaba, se introdujo en el lecho del estudiante. Se que­dó quieta y se hubiese dormido si Juan, cobrando vida, no se hubiera echado encima de la buena mujer. Ésta pasó el me­jor rato que había gozado en años, pues él la trajinó como un loco, entrando a por uvas con fuerza. Así fue cómo los dos estudiantes lo pasaron tan ricamente hasta bien avanzado el alba.

Por la mañana, Alano empezó a cansarse de tanto trabajo nocturno y susurró:

Adiós, dulce Molly; ya llega el día; no me puedo quedar más. Pero, por mi vida, que mientras viva y respire seré tu hombre, dondequiera que esté.

-Entonces ve, cariño, y adiós -dijo ella-; pero te diré una cosa antes de irte: cuando os marchéis a casa, al pasar frente al molino, detrás de la puerta, encontraréis un pastel hecho con dos arrobas de vuestra harina, que ayudé a mi pa­dre a robar. ¡Que Dios te bendiga y te proteja, cariño!

Y al decir esto casi se puso a llorar.

Alano se levantó y pensó: «Me deslizaré dentro de la cama de mi amigo antes de que rompa el día.» Pero su mano tropezó con la cuna y pensó: «Dios mío, sí que es­toy errado. Mi cabeza me da vueltas después del trabajo de esta noche, y por esto no sé caminar recto. Por la cuna, veo que me he equivocado de ruta. Aquí duermen el molinero y su mujer.»

Así quiso el diablo que el estudiante se metiera en la cama en la que dormía el molinero. Pensando que se metía al lado de su amigo Juan, se colocó al lado del molinero, le echó el brazo alrededor del cuello y dijo en voz baja:

-Tú, Juan, imbécil, despierta, por Dios, y escucha, ¡por Santiago! Esta noche he jodido a la hija del molinero tres ve­ces, mientras tú has estado aquí hecho un flan, temblando de frío.

-¿Qué has hecho, bandido? -gritó el molinero-. ¡Por Dios que voy a matarte, mequetrefe, traidor! ¿Cómo te atre­ves a deshonrar a mi hija, ella que es de cuna tan noble?

Y agarró a Alano por la nuez, quien a su vez se revolvió y le dio un puñetazo en la nariz. Un chorro de sangre le bajó por el pecho, y los dos se revolcaron por el suelo como dos cerdos en la pocilga, sangrando por la boca y la nariz, y se ati­zaron de lo lindo hasta que el molinero tropezó con una pie­dra y cayó de espaldas sobre su mujer, que no se había ente­rado de esta tonta pelea. Acababa de dormirse en los brazos de Juan, que la había retenido toda la noche, pero la caída la despertó sobresaltándola.

-¡Socorro, Santa Cruz de Bromeholme!-exclamó-. A tus manos me encomiendo, señor. ¡Despierta, Simón! Tengo un diablo encima. Mi corazón estalla. ¡Ayúdame, que me muero! Tengo a alguien sobre mi estómago y sobre mi ca­beza. ¡Ayúdame, Simkin! Estos malditos muchachos están peleándose.

Juan saltó de la cama lo más deprisa posible que pudo y, a tientas, buscó un palo por la pared. La mujer del molinero se levantó también y, conociendo la habitación mejor que Juan, pronto encontró uno apoyado junto a la pared. Por la débil luz que daba la resplandeciente luna al filtrarse por la rendija de la puerta distinguió a la pareja que estaba lu­chando, pero sin poder saber quién era quién, hasta que su vista distinguió algo blanco. Suponiendo que eso blanco era el gorro de dormir de uno de los estudiantes, se acercó con el palo con la intención de darle un buen estacazo a Alano, pero le dio a su marido en plena calva, que cayó al suelo dando voces.

-¡Socorro, me han matado!

Los estudiantes le dieron una buena paliza y le dejaron ten­dido en el suelo. Entonces se vistieron, recogieron su caballo y la harina y se fueron, no sin antes detenerse en el molino para recobrar el pastel hecho con sus dos arrobas de harina.

De esta manera el fanfarrón molinero recibió una buena paliza, perdió su paga por moler el grano y tuvo que apoqui­nar todo lo que había costado la cena de Alano y Juan y aca­bó cornudo y apaleado. Le jodieron a la mujer y a la hija. Este es el pago que recibió por ser molinero y ladrón. Ya dice bien el proverbio: «Quien a hierro mata, a hierro muere.» Los timadores, al final, acaban siendo ellos mismos timados. Y Dios, que se halla con toda su majestad en la gloria, bendi­ga a todos los que me han escuchado. Así he correspondido yo al molinero con mi cuento.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL ADMINISTRADOR

EL CUENTO DEL MOLINERO


Erase una vez un rústico adinerado, entrado ya en años, que vivía en Oxford. Tenía el oficio de carpintero y aceptaba huéspedes en su casa. Vivía con él un estu­diante pobre, muy entendido en artes liberales, que sentía una irresistible pasión por el estudio de la astrología. Sabía calcular respuestas a ciertos problemas; por ejemplo, uno po­día preguntarle cuándo las estrellas predecían lluvia o sequía, o vaticinar acontecimientos de cualquier clase. No puedo re­lacionarlos todos.

Este estudiante se llamaba Nicolás el Espabilado. Aunque al mirarle parecía poseer la mansedumbre de una niña, tenía una gracia especial para secretas aventuras y placeres del amor, pues era al mismo tiempo ingenioso y extremadamen­te discreto. En su alojamiento ocupaba un aposento privado, muy bien cuidado con hierbas olorosas. El mismo era tan de­licioso como el regaliz o la valeriana. Su Almagesto y otros libros de texto de astrología, grandes y pequeños, y el astro­labio y las tablas de cálculo que precisaba para su ciencia estaban situados en estanterías a la cabecera de su cama. Un burdo paño rojo cubría el hierro de planchar vestidos, y so­bre éste tenía un salterio que tocaba cada noche, llenando su aposento de agradables melodías; solía entonar el Angelus de la Virgen, cantando a continuación la Tonadilla del rey. La gen­te elogiaba a menudo su timbrada voz. De este modo pasaba el tiempo este simpático estudiante, con la ayuda de los in­gresos que tenía y de lo que sus amigos proveían.

El carpintero se había casado poco ha con una mujer de dieciocho años, a la que amaba más que a su propia vida. Como ella era joven y retozona y él era viejo, los celos le mo­vieron a mantenerla estrechamente confinada, pues ya se ha­bía imaginado cornudo. Por su deficiente educación, nunca había leído el consejo de Catón de que un hombre debe casarse con alguien que se le parezca. Los hombres deben contraer nupcias con mujeres de posición y edad similar, ya que la juventud y la vejez, generalmente, no concuerdan: es­tán a matar. Pero al haber caído en la trampa, tuvo que pasar sus apuros como otros.

Era ella una mujer hermosa y joven, con un cuerpo cim­breante y flexible como el de una nutria. Rodeándole el talle lle­vaba un delantal de un blanco deslumbrante, una faja de seda rayada y una camisa blanca con un cuello todo bordado alrede­dor con seda negrísima por dentro y por fuera. Se adornaba con una cofia blanca con cintas que hacían juego con el cuello de la camisa y una ancha cinta de seda ciñéndole la parte superior de la cabeza. Debajo de sus arqueadas cejas, delgadas y negras como endrinas, mostraba unos ojos profundamente lascivos.

Era más deliciosa de mirar que un peral en flor y más sua­ve que los añinos al tacto. Una bolsa de cuero con borlas de seda y botones redondos de metal le pendía del cinto de la faja. Resulta difícil poder soñar en una chica como ésa o en semejante preciosidad. Su tez brillaba más que una moneda de oro recién acuñada en la Torre; cantaba con la alegría y la claridad de una golondrina posada en el granero; solía sal­tar y retozar como una cabritilla o un ternero que corre tras su madre; su boca era dulce como la miel o el arrope, o como una manzana colocada sobre heno; era retozona como un potrillo, alta como un mástil y erguida como una flecha. De la parte baja del cuello colgaba un broche grande como el remate de un escudo, y los cordones de sus zapatos los llevaba entrelazados, como el rosetón de San Pablo, por las pantorrillas, cubiertas con medias rojas. Era un pim­pollo, un bombón para la cama de un príncipe o esposa dig­na de algún acaudalado labrador.

Ahora bien, señores, sucedió que un día, cuando su mari­do se hallaba en Oseney, Nicolás, el Espabilado -estos es­tudiantes son unos tíos hábiles y astutos-, empezó a retozar y a hacer bromas con la joven. Con disimulo la palpó en sus partes y le dijo:

-Querida, si no dejas que me salga con la mía, moriré de amor.

Y prosiguió mientras la abrazaba por las caderas:

-Por el amor de Dios, querida, hagamos el amor ahora mismo, o me voy a morir.

Ella se retorcía como un potrillo que están herrando y apartó su cabeza diciendo:

-Vete, no te besaré. Vete, Nicolás, o gritaré pidiendo so­corro. ¡Quítame las manos de encima! ¿Es éste modo de comportarse?

Pero Nicolás empezó a rogarle, y lo hizo con tal vehemen­cia, que, al fin, ella se rindió y juró por Santo Tomás de Can­terbury que sería suya tan pronto como pudiera encontrar la ocasión.

-Mi esposo está tan roído por los celos que, si no esperas pacientemente y vas con mucho cuidado, estoy segura que me destruirás -dijo ella-. Por eso, debemos mantenerlo en secreto.

-No te preocupes por ello -dijo Nicolás-. Si un estu­diante no se las sabe más que un carpintero, habrá estado perdiendo el tiempo.

Por ello, y como dije antes, estuvieron de acuerdo en aguardar la ocasión propicia.

Arreglado esto, Nicolás dio a los muslos de la muchacha un buen magreo; luego la besó dulcemente, tomó su salterio y pulsó enardecido una alegre tonadilla.

Pero ocurrió que, un buen día, esta buena mujer interrum­pió sus faenas domésticas, se lavó la cara hasta que relució de limpia y se dirigió a la iglesia de su parroquia para practicar sus devociones. Ahora bien, en aquella iglesia había un sa­cristán llamado Absalón. Su rizado cabello brillaba como el oro y se extendía como un gran abanico a cada lado de la raya que le recorría el centro de la cabeza. Era un individuo enamoradizo en el sentido más amplio de la palabra. Tenía una tez rosada, ojos grises de ganso y vestía con gran estilo, calzando medias y zapatos escarlatas con dibujos tan fantás­ticos como el rosetón de la catedral de San Pablo. La chaque­ta larga de color azul claro le sentaba muy bien: con encajes ribeteados, estaba cubierta por un vistoso sobrepelliz de co­lor blanco que semejaba un conjunto de retoños en flor. A fe mía que era todo un buen mozo. Sabía hacer de barbero, sangrar y extender documentos legales; sabía bailar en veinte estilos diferentes (pero siguiendo la moda de aquellos días procedentes de Oxford, con las piernas que salían disparadas a uno y otro lado); cantaba con un agudo falsete acompa­ñándose de un violín de dos cuerdas. También tocaba la gui­tarra. No había posada o taberna de la ciudad que no hubie­ra animado con su visita, especialmente las que había con vi­varachas muchachas de mesón. Pero, para decir verdad, era un poco pesado: se tiraba ventosidades y tenía una conversa­ción latosa.

En aquel día festivo estaba de excelente humor cuando, al tomar el incensario, se puso a escudriñar amorosamente a las mujeres de la parroquia mientras las incensaba; dedicaba especial atención cuando miraba a la mujer del carpintero; era tan bella, dulce y apetecible, que le parecía que podría pasar­se toda la vida contemplándola. Si ella hubiera sido un ratón y Absalón un gato, juro que se le hubiera arrojado encima in­mediatamente. Tan chalado estaba el zumbón sacristán, que no admitía donativos de las mujeres al hacer la colecta; su buena educación se lo impedía, según comentaba.

Aquella noche la Luna brillaba intensamente cuando Ab­salón cogió la guitarra para ir a cortejar. Lleno de ardor, salió de su casa con mucho ánimo, hasta que llegó a la casa del carpintero después del canto del gallo y se situó cerca de un ventanal que sobresalía de la pared. Entonces cantó con voz baja y suave, acompañándose con su guitarra:

Queridísima dama, escucha mi plegaria y apiádate de mí, por favor.

El carpintero se despertó y le oyó.

-Alison -dijo a su mujer-, ¿no oyes a Absalón cantan­do bajo el muro de nuestro dormitorio?

Ella replicó:

-Sí, Juan; claro que oigo cada nota.

Las cosas prosiguieron como podéis suponer. El alegre Ab­salón fue a cortejarla diariamente, hasta que se puso tan des­consolado, que no podía dormir ni de día ni de noche. Se peinó sus espesos rizos y se acicaló, cortejándola por inter­mediarios, y prometió que sería su esclavo, le hacía gorgori­tos como un ruiseñor y le enviaba vino, aguamiel, cerveza es­peciada y pasteles recién salidos del homo; le ofreció dinero, pues ella vivía en una ciudad en la que había cosas que com­prar. Algunas pueden ser conquistadas con riquezas; otras, a golpes, y otras, finalmente, con dulzura y habilidad.

En una ocasión, para que ella contemplara su talento y versatilidad, hizo el papel de Herodes en el escenario. Pero ¿de qué le sirvió todo eso? Tanto amaba ella a Nicolás, que Absalón hubiera podido arrojarse al río; sólo recibía burlas por sus desvelos. Por lo que ella convirtió a Absalón en un mono bufón y su devoción en chanza. He aquí un proverbio que dice gran verdad: «Si quieres avanzar, acércate y disimu­la. Un amante ausente no satisface su gula.»

Ya podía Absalón fanfarronear y desvariar, que Nicolás, sólo por estar presente, lo desbancaba sin esfuerzo.

¡Vamos, espabilado Nicolás, muestra tu valor y deja a Ab­salón con su gimoteo! Sucedió que un sábado el carpintero tuvo que ir a Oseney. Nicolás y Alison convinieron que idea­rían alguna estratagema para engañar al pobre esposo celoso, de modo que, si todo salía bien, ella pudiera dormir toda la noche en sus brazos, como ambos deseaban. Sin decir ni una palabra, Nicolás, que ya no podía esperar más, llevó silencio­samente a su aposento suficiente comida y bebida para un día o dos. Entonces, Nicolás dijo a Álison que cuando su es­poso preguntara por él, ella le contestase que no le había vis­to en todo el día y que ignoraba dónde podía hallarse; aun­que creía que debía de haber caído enfermo, puesto que cuando la criada fue a llamarle, él no había replicado, a pesar de las grandes voces que dio.

Así, Nicolás se quedó en su aposento, callado, durante todo el sábado, comiendo, durmiendo, o haciendo lo que le daba la gana hasta que anocheció. Era la noche del sábado al domingo. El pobre carpintero empezó a preguntarse qué dia­blos podría ocurrirle a Nicolás:

-¡Por Santo Tomás, empiezo a temer que Nicolás no está nada bien! Espero, Dios mío, que no haya fallecido repenti­namente. Este es un mundo poco seguro, en verdad: hoy mismo he presenciado cómo llevaban a la iglesia el cadáver de un hombre al que había visto trabajando este lunes. Entonces dijo al muchacho que le servía.

-Sube corriendo y grita a su puerta o golpéala con una piedra. Ve qué pasa y ven enseguida a decirme qué es lo que hay.

El muchacho subió decidido las escaleras y voceó y apo­rreó la puerta del aposento

-¡Eh! ¿Qué hacéis, maese Nicolás? ¿Cómo podéis estar durmiendo todo el día?

Pero no sirvió de nada. No hubo respuesta. Sin embargo, en uno de los paneles inferiores descubrió un agujero, que servía de gatera, y dio un vistazo al interior. Al final logró ver a Nicolás sentado muy tieso y con la boca abierta como si tu­viera trastornado el juicio; por lo que bajó corriendo y expli­có a su dueño inmediatamente el estado en que le había en­contrado.

El carpintero empezó a persignarse diciendo: -¡Ayúdanos, Santa Frideswide!. ¿Quién puede prede­cirnos lo que el destino nos depara? A este individuo le ha sobrevenido una especie de ataque con este astrobolio suyo. ¡Y sabía yo que algo le ocurriría! La gente no debe me­ter sus narices en los secretos divinos. ¡Bendito sea el hombre que no sabe más que el Credo! Esto mismo es lo que le pasó a aquel otro estudiante del astrobolio que salió a andar por los campos contemplando las estrellas y tratando de adivinar el futuro. Cayó dentro de una almarga: algo que no previó. Sin embargo, ¡por Santo Tomás que lo siento por el pobre Nicolás! Por Jesucristo, que está en el cielo, que le voy a es­carmentar de sus estudios, si es que yo valgo para algo. Dame una vara, Robin; apalancaré la puerta mientras tú la levantas. Esto pondrá fin a sus estudios, supongo.

Y se dirigió a la puerta del aposento. El criado era un mu­chacho muy fuerte, y la puso fuera de sus goznes en un mo­mento. La puerta cayó al suelo. Allí se hallaba Nicolás sentado como si estuviera petrificado, con la boca abierta tragando aire. El carpintero supuso que estaba en trance de desespera­ción; le agarró fuertemente por los hombros y le sacudió con fuerza diciéndole:

-¡Eh, Nicolás! ¡Eh! ¡Baja la vista! ¡Despierta! ¡Acuérdate de la pasión de Jesucristo! ¡Que el signo de la cruz te proteja de duendes y espíritus!

Entonces empezó a murmurar un encantamiento en cada uno de los cuatro rincones de la casa y la parte exterior del umbral de la puerta:

Jesucristo, San Benito.

Los malos espíritus prohibid: espíritus nocturnos, huid del Padrenuestro.

Hermana de San Pedro, no abandones a este siervo vuestro.

Después de un rato, Nicolás el Espabilado suspiró profun­damente y dijo:

-¡Ay! ¿Debe el mundo terminar tan pronto? El carpintero contestó:

-¿De qué hablas? Conga en Dios, como el resto de los que ganan el pan con el sudor de su frente.

A lo que replicó Nicolás:

-Vete a buscarme una bebida y te diré -en la más estric­ta confianza, te advierto-algo sobre un asunto que nos concierne a ambos. Te aseguro que no se lo diré a nadie más.

El carpintero bajó y regresó con casi un litro de buena cerveza. Cuando cada uno hubo bebido su parte, Nicolás cerró bien la puerta e hizo sentar al carpintero junto a él diciéndole:

-¡Querido Juan, querido anfitrión!, me debes jurar aquí mismo y por tu honor que nunca revelarás este secreto a na­die, pues te revelaré el secreto de Jesucristo, y estás perdido si lo cuentas a otra alma. Pues éste será el castigo: si me traicio­nas, te convertirás en un loco rematado.

-¡Que Jesucristo y su santa sangre me protejan! -repuso el ingenuo carpintero-. No soy ningún boquirroto y, aun­que está mal que lo diga, no soy nada locuaz. Puedes hablar libremente: por Jesucristo que bajó a los infiernos: no lo re­petiré a hombre, mujer o niño alguno.

-Pues bien, Juan -dijo Nicolas-. Te aseguro que no miento: por mis estudios de astrología y mis observaciones de la Luna cuando brilla en el cielo, he averiguado que durante la noche del próximo lunes, a eso de las nueve, lloverá de una forma tan torrencial y asombrosa, que el diluvio de Noé quedará minimizado. El aguacero será tan tremendo -prosiguió-, que todo el mundo se ahogará en menos de una hora, y la Humanidad perecerá.}

Al oír eso, el carpintero exclamó:

-¡Pobre esposa mía! ¿Se ahogará también? ¡Ay, pobre Alison!

Quedó tan impresionado, que casi se desmayó.

-¿No puede hacerse nada? -preguntó.

-Sí, ya lo creo que sí -dijo Nicolás-; pero solamente si te dejas guiar por un consejo experto, en vez de seguir ideas propias que te puedan parecer brillantes. Como muy bien dice Salomón: «No hagas nada sin consejo, y te alegrarás de ello.» Ahora bien, si actúas siguiendo mi buen consejo, te prometo que nos salvaremos los tres, incluso sin mástil ni vela. ¿No sabes cómo Noé fue salvado cuando el Señor le ad­virtió por anticipado que todo el mundo perecería bajo las aguas?

-Sí -dijo el carpintero-, hace mucho, muchísimo tiempo.

-¿No has oído también -prosiguió Nicolás- lo que le costó a Noé y a todos los demás conseguir que su esposa su­biera a bordo del arca? Me atrevo a asegurar que, en aquellos momentos, hubiera dado lo que fuese para que ella tuviera una barca sólo para ella. ¿Sabes qué es lo mejor que podría­mos hacer? Esto requiere actuar con rapidez, y en una emer­gencia no hay tiempo para parloteos ni retrasos. Corre y trae enseguida a casa una amasadera o una gran tina poco profun­da para cada uno de nosotros tres y asegúrate que sean lo su­ficientemente grandes para poderlas utilizar como barcas. Pon alimentos en ellas para un día, no necesitamos más, pues las aguas retrocederán y desaparecerán a eso de las nue­ve de la mañana siguiente. Pero tu muchacho Robin no debe saber nada de esto. Tampoco puedo salvar a Gillian, la cria­da; no preguntes por qué, pues incluso si me lo preguntaras, no revelaría los secretos de Dios. A menos que estés loco, de­bería ser suficiente para ti el ser favorecido igual que el pro­pio Noé. No te preocupes: salvaré a tu mujer. Ahora, vete y busca bien.

»Cuando tengas las tres amasaderas, una para ella, una para mí y otra para ti, las colgarás en lo alto del techo para que nadie se dé cuenta de tus preparativos. Cuando hayas hecho lo que te he dicho y hayas colocado los alimentos en cada una de ellas, no te olvides de coger un hacha para cor­tar la cuerda y poder huir cuando llegue el agua, ni tampoco de practicar una abertura en la parte alta del tejado por el lado que da al jardín, por donde se hallan los establos, para que podamos pasar por él. Cuando haya terminado el dilu­vio, te aseguro que vas a remar tan alegremente como un pato blanco detrás de su pareja. Cuando grite: "¡Eh, Alison! ¡Eh, Juan! Animaos, las aguas descienden", tú responderás: "Hola, maese Nicolás. Buenos días. Te veo muy bien, pues es de día." Y entonces seremos los reyes de la Creación para el resto de nuestras vidas, igual que Noé y su mujer.

»Pero te tengo que advertir una cosa: cuando embarque­mos esa noche, procura que ninguno de nosotros diga una sola palabra, o llame o grite, pues debemos rezar para cum­plir las órdenes divinas.

»Tú y tu mujer deberéis estar lo más alejados que podáis el uno del otro para que no exista pecado entre vosotros, ni una sola mirada, y mucho menos el acto sexual. Esas son tus instrucciones. Vete, y ¡buenas suerte! Mañana por la noche, cuanto todos duerman, nos meteremos en nuestras amasade­ras y permaneceremos allí sentados confiando en que Dios nos libere. Ahora, vete. No tengo tiempo de seguir hablando de esto. La gente dice: "Envía a un sabio y ahorra tu aliento." Pero tú eres tan listo, que no necesitas que nadie te enseñe. Anda y salva nuestras vidas. Te lo ruego.

El ingenuo carpintero salió lamentándose y confió el se­creto a su mujer, que ya sabía la finalidad de todo el plan mu­cho mejor que él. Sin embargo, simuló estar asustadísima.

-¡Ay! -exclamó-, apresúrate y ayúdanos a escapar, o pereceremos. Yo soy tu esposa verdadera y legítima; por eso, querido esposo, vete y ayuda a salvar nuestras vidas.

¡Qué poder tiene la fantasía! La gente es tan impresiona­ble, que puede morir de imaginación. El pobre carpintero empezó a temblar; creía realmente que iba a ver cómo el di­luvio de Noé llegaba arrollándolo todo para ahogar a su dul­ce mujercita, Alison. Suspiró entrecortadamente, lloró, se la­mentó y se sintió muy desgraciado. Luego, después de haber encontrado una amasadora y un par de grandes tinas, las me­tió subrepticiamente en la casa y, en secreto, las colgó de lo alto. Con sus propias manos hizo tres escaleras de mano con todos sus peldaños para poder alcanzar las tinas que colga­ban de las vigas. Luego puso provisiones, tanto en la amasa­dera como en las dos tinas, de pan, queso y una jarra de buena cerveza, en cantidad suficiente para todo un día. Antes de ejecutar estos preparativos envió al muchacho que le servía y a la criada a Londres a hacer unos recados. El lunes, cuando se acercaba la noche, cerró la puerta sin encender las velas y comprobó que todo estuviera como es debido. Un momen­to más tarde, los tres subieron a sus tinas respectivas y se sentaron en ellas, permaneciendo inmóviles unos cuantos minutos.

-Ahora reza el Padrenuestro -dijo Nicolás-, y ¡chitón! -¡Chitón! -respondió Juan.

-¡Chitón! -repitió Alison.

El carpintero rezó sus oraciones y permaneció sentado en silencio; luego oró nuevamente, aguzando el oído por si oía llover.

Tras un día tan fatigoso y ajetreado, el carpintero cayó dor­mido como un tronco a eso del toque de queda, o quizá un poco más tarde. Unas pesadillas hicieron que empezase a emitir sonidos quejumbrosos; pero como sea que su cabeza no descansaba bien, pronto estuvo roncando ruidosamente. Nicolás bajó silenciosamente por la escalera de mano, así como Alison, que se deslizó sin hacer ruido. Sin pronunciar palabra se fueron al lecho en la que el carpintero solía dor­mir. Todo fue alegría y jolgorio mientras Alison y Nicolás es­tuvieron allí acostados, ocupados en gozar de los placeres de la cama, hasta que la campana comenzó a sonar para los mai­tines y los frailes empezaron a cantar en el presbiterio.

Aquel lunes, Absalón, el sacristán herido de amor, suspi­rando de amor como de costumbre, se divertía en Oseney con un grupo de amigos, cuando, casualmente, preguntó a uno de los residentes en el claustro acerca de Juan, el carpin­tero. El hombre le tomó aparte, fuera de la iglesia, y le dijo:

-No sé; no le he visto trabajando aquí desde el sábado. Creo que habrá ido a buscar madera para el abad; a este efecto, a menudo se ausenta y se queda en la granja un día o dos. Quizá habrá ido a casa. No sé realmente dónde se halla.

Absalón pensó para sí con gran deleite: «Esta noche no es para dormir. Es cierto; no le he visto salir de casa desde el amanecer. Como me llamo Absalón, al cantar el gallo iré a golpear la ventana de su dormitorio y le declararé a Alison todo mi amor. Espero que, por lo menos, podré besarla; de todas formas, y como me llamo Absalón, seguro estoy que conseguiré alguna satisfacción. Mi boca me ha dolido todo el día: buen augurio de que al menos la besaré. Pensar que he estado soñando toda la noche que estaba en un banquete... Ahora haré una siesta de una o dos horas, y así esta noche podré estar despierto y divertirme un poco.»

Al primer canto del gallo, este animoso amante se levantó y se vistió con sus mejores galas. Antes de peinarse, masticó cardamomo y regaliz para que su aliento fuera dulce y se colocó una hoja de zarza debajo de la lengua, pensando que esto le haría atractivo. Luego se encaminó hacia la casa del carpintero y, silenciosamente, se colocó debajo del ventanal (cuyo alféizar era tan bajo que le llegaba a la altura del pecho) y en voz baja y medio reprimida, dijo:

-¿Dónde estás, dulce Alison, bonita, chatita, flor de cane­la? ¡Despierta, amor mío, háblame! No pienses en mi infor­tunio; sin embargo, languidezco de amor por ti, cuando te deseo tanto como el cordento ansía la ubre de su madre. De verdad, cariño, estoy tan enamorado de ti, que suspiro por ti como una paloma enamorada y como menos que una chiquilla.

-¡Aléjate de la ventana, mastuerzo! -respondió ella-. Por Dios que no vas a tener mis besos; amo a otro -tonta sería si no le amase-, un hombre mucho mejor que tú: Ab­salón. ¡Por amor de Dios, vete al diablo y déjame dormir, o te arrojaré una piedra!

-¡Córcholis y recórcholis! -repuso Absalón-. Jamás fue el amor verdadero tan mal recibido. No obstante, ya que no puedo esperar nada mejor, bésame por amor de Dios y por amor a mí.

-Prometes marcharte si lo hago? -le replicó ella. -Sí, desde luego, amor mío -respondió Absalón. -Entonces, prepárate -repuso ella-, que ahora vengo. Y susurró a Nicolás:

-No hagas ruido, que podrás reír a gusto. Absalón se dejó caer de rodillas diciendo:

-De todas formas salgo ganando, pues después del beso vendrá algo más, espero. ¡Oh, cariño! Sé buena, chatita; sé amable conmigo.

Apresuradamente ella alzó el cerrojo de la ventana y dijo: -Vamos, acabemos de una vez.

Y añadió:

-No te entretengas, que no quiero que algún vecino te vea. Absalón empezó por secarse los labios. La noche era oscu­ra como boca de lobo, negra como el carbón, cuando ella sacó las posaderas por la ventana. Y sucedió que Absalón, antes de comprobar lo que era, dio a su culo desnudo un so­noro beso. Pero retrocedió inmediatamente: había algo que no concordaba bien, pues notó una cosa áspera y peluda, y sabía que las mujeres no tienen barba.

-¡Uf! ¿Qué he hecho?

-¡Ja, ja, ja! -exclamó ella, y cerró la ventana de golpe. Absalón se quedó meditando su triste caso.

-¡Una barba! ¡Una barba! -gritó Nicolás el Espabilado-. Por Dios, ésta sí que es buena.

El pobre Absalón oyó todas las palabras y se mordió los la­bios de rabia. Se dijo a sí mismo:

-¡Te haré pagar por esto!

¡Si supierais lo que Absalón frotó y restregó sus labios con polvo, arena, paja, trapos y raspaduras!

-¡Que el diablo me lleve! Pero prefiero vengar este in­sulto antes que llegar a poseer la ciudad entera -se repetía a sí mismo-. ¡Ay, si al menos me hubiera echado para atrás!

Su ardiente amor se había enfriado y apagado. Desde el momento en que le besó el culo, se le curó la enfermedad. No estaba ya dispuesto a dar un ochavo por una mujer her­mosa. Empezó a lanzar improperios contra las mujeres velei­dosas, llorando como un niño al que acababan de zurrar.

Lentamente cruzó la calle para visitar a un herrero amigo suyo, llamado maese Gervasio, que hacía aperos de labranza en su forja. Estaba ocupado afilando rastrillos y rejas, cuando Absalón llamó con los nudillos diciendo:

-Abre, Gervasio, y deprisa, por favor. -¿Qué? ¿Quién esta ahí?

-Soy yo: Absalón.

-¡Cómo, Ábsalón! ¿Cómo es que estás levantando tan temprano? ¿Eh? ¡Dios nos bendiga! ¿Qué te pasa? Alguna mujerzuela que te hace bailar al son que quiere, supongo. ¡Por San Nedo! Sé lo que quieres decirme.

Absalón no le hizo caso y no soltó prenda, pues la cues­tión era mucho más complicada de lo que imaginaba Gerva­sio. Así que fue y le dijo:

-¿Ves aquel rastrillo al rojo que está allí junto a la chime­nea, amigo? Pues déjamelo; lo necesito para una cosa. Te lo devolveré enseguida.

Gervasio contestó:

-Por supuesto que te lo presto. Te lo prestaría aunque fuese de oro, o una bolsa llena de soberanos. Pero, en nom­bre de Jesucristo, ¿para qué lo quieres?

-No te preocupes -repuso Absalón-. Cualquier día te lo explicaré.

Y cogió el rastrillo por el mango, que estaba frío. Muy si­lenciosamente salió por la puerta y se dirigió al muro de la casa del carpintero. Primero tosió y luego llamó a la ventana, igual que lo había hecho antes.

Alison respondió:

-¿Quién está ahí llamando? Seguro que es un ladrón. -¡Oh, no! -dijo Absalón-. El cielo sabe, mi chatita, que es tu Absalón que te quiere tanto. Te he traído un anillo de oro que me dio mi madre, que en gloria esté. Es muy bo­nito y está muy bien grabado. Te lo daré si me das otro beso. Nicolás, que se había levantado a orinar, pensó completar la broma haciendo que Absalón le besase el culo antes de marcharse. Abrió rápidamente la ventana y, silenciosamente, asomó las nalgas. A esto, Absalón dijo:

-Habla, chatita mía, que no sé dónde estás.

Entonces, Nicolás soltó un sonoro pedo, que resonó como un trueno. Absalón quedó medio ciego por la explo­sion; pero, como tenía preparado el hierro candente, lo apli­có al trasero de Nicolás. El ardiente rastrillo le chamuscó la parte posterior, haciéndole saltar la piel en un ruedo del an­cho de una mano. Nicolás creyó morir de dolor, y en su angus­tia empezó a dar gritos frenéticamente diciendo:

-¡Socorro! ¡Agua! ¡Por el amor de Dios, socorro!

El carpintero se despertó sobresaltado. Oyendo a alguien gritar «¡Agua!» como si estuviese loco, pensó: «¡Ay! Ahí llega el diluvio de Noé»; sin más, se levantó y cortó la soga con el hacha. Todo se vino abajo, cayendo sobre los tableros del suelo, donde quedó casi sin sentido.

Alison y Nicolás se levantaron de un salto y salieron a la calle gritando:

-¡Socorro, que quiere matarnos!

Todos los vecinos se acercaron corriendo a contemplar al atónito carpintero, que seguía echado en el suelo, pálido como un muerto. Pues, además, se había roto un brazo en la caída. Sus problemas, sin embargo, no habían terminado to­davía, pues tan pronto intentó hablar, Alison y Nicolás le in­terrumpieron. Explicaron a todo el mundo que estaba loco de atar: aterrorizado por un imaginario diluvio como el de Noé, había comprado tres amasaderas y las había colgado de las vigas, rogándoles por el amor de Dios que se sentasen allí con él y le hiciesen compañía.

Todos empezaron a reír de sus propósitos, mirando embo­bados hacia las vigas en lo alto y chanceándose de sus apu­ros. Era inútil cuanto dijese el carpintero: nadie podía tomarlo en serio. Juró y perjuró hasta tal punto, que toda la ciudad le creyó loco. Los lugareños cultos, sin dudarlo, estuvieron de acuerdo en que estaba como una regadera, y todos se rie­ron mucho de este asunto. Y así es cómo, a pesar de todos sus celos y precauciones, la esposa del carpintero fue jodida, Absalón le besó su hermoso culo y a Nicolás le marcaron el suyo con un hierro candente.

Así acaba esta historia, y que Dios nos proteja.

 

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL MOLINERO